El miércoles 6 de noviembre el mundo despertó con la noticia de una inminente segunda presidencia por parte de Donald Trump. Algunos estaban incrédulos y otros juraban haberlo visto venir. Independientemente de cuál haya sido la reacción, esta es la realidad hoy. Trump venció la elección tanto en el Colegio Electoral como en el voto popular (éste último no había sido ganado por un republicano desde hace 20 años).
El país de Donald Trump
Y, ¿cómo es que, en un país supuestamente avanzado, con algunas de las mejores universidades del mundo, alta infraestructura y el mercado más grande del mundo pudo haber elegido democráticamente -dos veces- a un criminal convicto, con dos impeachments, líder de un intento de golpe de estado, declarado culpable de delitos sexuales y responsable de un pésimo manejo de la economía y la salud pública durante la pandemia de COVID-19 (matando a un millón de personas como consecuencia) pudo haber sido electo presidente?
Hoy en día Donald Trump es invariablemente una pieza importante de la política norteamericana. Y al normalizar su presencia, por primera vez en la historia los estadounidenses eligieron a un criminal convicto como presidente. Devolvieron el poder a un líder que intentó revocar una elección anterior, pidió la “terminación” de la Constitución para recuperar su cargo, aspiró a ser un dictador desde el primer día y prometió imponer “retribución” contra sus adversarios. Y esto no puede ser analizado de manera aislada. Esto es una consecuencia directa de que la candidata opositora era, en este caso, una mujer racializada.
Tomemos como ejemplo el llamado Rust Belt en Estados Unidos; éste es el conjunto de Wisconsin, Michigan y Pennsylvania (llamado así por la tradición industrial de los estados). Juntos conforman 44 votos del Colegio Electoral. Los tres son estados bisagra o swing states (es decir, que son conocidos por cambiar con cada elección dependiendo de las circunstancias) y, según lo que la historia nos ha mostrado, siempre suelen votar de la misma forma.

(Fuente: BBC)
En la gráfica anterior podemos ver cómo estos estados tienen una importante tradición demócrata que data desde 1992. Y las únicas veces que se ha roto para dar paso a una mayoría republicana ha sido cuando una mujer ha sido la candidata demócrata. El factor en común ni siquiera es Donald Trump, pues cuando Joe Biden fue su opositor en 2020 sí logró que los estados tuvieran una mayoría demócrata, dando lugar a su victoria.
Y esta vez ni siquiera podemos decir que la candidata mujer, a pesar de perder, logró llevarse el voto popular (como fue el caso con Hillary Clinton en 2016), sino que su derrota fue total. Quizá no podemos decir que el hecho de que fuera una mujer racializada fue el único motivo, pero ciertamente fue un factor relacionado debido a la polarización que causó entre la buena parte del electorado, que además de ser misógino también es racista. Para las personas que piensan así, el votar por una mujer que además se identifica como negra es, probablemente, inaceptable. Incluso cuando implica que el otro candidato es un criminal convicto y la candidata mujer es una funcionaria calificada. Tomando en cuenta este factor, es imposible ignorar la muestra de misoginia y racismo.
Por otro lado, la victoria de Trump (junto con la victoria de los republicanos en el Senado y el Congreso) habla de la profundidad de la marginación que sienten los grupos demográficos que creen que han sido excluidos (en el borde de volverse obsoletos) durante demasiado tiempo, y también de su voto de confianza en la única persona que ha dado voz a su frustración y que los ha centrado, una vez más, en la vida estadounidense moderna, aquella en la que se han sentido una pieza innecesaria durante tanto tiempo.
En lugar de sentirse desanimados por las muestras flagrantes de desprecio e ira de Trump en cuestiones de raza, género, religión, nacionalidad y, especialmente, identidad transgénero, muchos estadounidenses los encontraron estimulantes. En lugar de sentirse ofendidos por sus mentiras y sus disparatadas teorías conspirativas, muchos lo encontraron auténtico. En lugar de descartarlo como un delincuente considerado por varios tribunales como un estafador, tramposo, abusador sexual y difamador, muchos aceptaron su afirmación de que ha sido víctima de persecución y que es, al final del día, un patriota.
Incluso la insurrección del 6 de enero de 2021, una de las muestras de la decadencia del estado de derecho en el supuesto “primer mundo”, será ahora enmarcada como un acto patriótico (especialmente si Trump cumple su palabra de sacar de la cárcel a los que participaron en la insurrección). Y en un país como Estados Unidos, que fue históricamente conocido por el respeto a las leyes y, en muchos aspectos, el miedo a sufrir “todo el peso de la ley” es impresionante cómo este acto, televisado en vivo, puede ahora caer en el olvido y la ambigüedad.
¿Qué hicieron (o no) los demócratas?
Este voto fue, más que nada, un voto de castigo que terminó por mover a personas de todas las edades, sexos y grupos demográficos hacia la derecha. El castigo fue económico, sí, pero basado en género y raza también.

Un buen ejemplo de esto lo demuestra el politólogo Michael Tesler en su libro Post-Racial or Most-Racial?, en el que indica que la mera existencia de la presidencia de Obama radicalizó aún más la política estadounidense en términos raciales, dividiendo a los dos partidos no sólo por composición racial sino por actitudes raciales. Lo que demuestra Tesler es que en la era Obama, las actitudes sobre la raza comenzaron a moldear las actitudes sobre prácticamente todas las cuestiones políticas.
Y quizá observando esto uno podría suponer que la razón de la racialización de la política estadounidense bajo la presidencia de Obama fue que Obama, al ser afroamericano, discutió temas raciales y propuso políticas conscientes de la raza con más frecuencia que los presidentes anteriores.
Sin embargo, esto es falso. Según los análisis de contenido realizados por politólogos y comunicólogos, Barack Obama en realidad discutió temas raciales mucho menos durante su primer mandato que cualquier otro presidente demócrata desde Franklin Roosevelt.
Esto quiere decir que el mero hecho de que Obama fuera negro terminó por hacer que el electorado se atreviera a expresar abiertamente su racismo. Al igual que el hecho de que Kamala fuera una mujer racializada terminó por detonar los instintos misóginos y racistas del electorado: no basándose en la naturaleza de sus políticas, sino basándose en el simple hecho de que era ella quien las estaba defendiendo.
La realidad es que la gente no está contenta con la administración actual, en gran parte debido a cómo la economía ha fluctuado y afectado el estilo de vida de las personas, desde el precio de la comida y la gasolina hasta las tasas de intereses para créditos e hipotecas. Y es por eso que estuvieron dispuestos a arriesgarse a lo que podría ser el país bajo el mando de Trump. Incluso tomando en cuenta sus errores del pasado, sus actuales cargos criminales bajo la ley y su claro declive mental durante la campaña. Ninguna de estas cosas pareció pesar tanto como el racismo, la misoginia y el resentimiento contra la administración actual.
La división que Trump dejó ver en 2016 sigue siendo clara y quizá todavía más pronunciada. Las luchas de los demócratas por los derechos humanos parecieron selectivas a los temas que pudieran ganarles más votos, dejando a un lado temas como el conflicto en Gaza y la participación de Estados Unidos en él. El énfasis en el medio ambiente y los migrantes también fueron dejados a un lado. Uno de los aspectos más curiosos es que las políticas de Harris parecieron muy tenues para muchos y a su vez demasiado radicales para otros: una clara muestra de la polarización del electorado.
Entre los muchos errores de los demócratas, uno de los más importantes fue insistir en una superioridad moral. Una que no pueden tener, al no tener una postura fuerte contra los temas antes mencionados; y con la que alienaron a un número importante de votantes, y a otros muchos que nunca supieron atraer, como los hombres jóvenes.
Esta elección es una muestra más de que el ejercicio del voto es un tema profundamente emocional y, en el caso específico de Estados Unidos, sumamente motivado por el dinero. Que el tener educación puede reflejarse en muchas cosas pero no siempre en el voto, ya que existen otros factores como los prejuicios internalizados y el interés económico que pueden vencer nuestros mejores instintos o nuestro conocimiento racional.
Este “pensamiento racional” puede ser fácilmente vencido por la presión social de la comunidad a la que pertenecemos. Puede ser también vencido por los prejuicios sembrados en nosotros a través del miedo y la propaganda política. Incluso si la amenaza no es tan fuerte como parece, la sensación que provoca el miedo y el prejuicio es de una urgencia por eliminarla. Y es ese prejuicio contra el aborto, las personas trans y racializadas y los migrantes es lo que terminó por decidir el rumbo de la elección.
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