En talleres, hombres aprenden a desmontar sus propias violencias
Ese lunes el facilitador que dirige la sesión en Gendes pregunta quién quiere iniciar con “El proceso”. Juan levanta la mano. Expone una discusión que tuvo con su pareja apenas unos días antes. Estaban abrazados, listos para dormir, un momento íntimo y tranquilo, recapitula. Pero ese silencio lo interrumpió una pregunta: “¿Por qué le viste el trasero a esa mujer en la reunión?”.
La frase lo descolocó. Juan cuenta que se sintió confundido, molesto, incluso traicionado por el momento en que eligió para decirlo. Respondió que sí la había mirado, apenas un instante, porque se agachó justo frente a ellos. No la siguió con la mirada. Pero su pareja insistió, incluso hizo un gesto de asombro que se notó. Pero Juan no lo recuerda.
Discutieron. Él pidió hacer una pausa, dijo que no podía seguir hablando con ese enojo encima. Después vino un silencio. Larguísimo. No hubo gritos. No hubo golpes. Sólo un enojo que se acumuló en el cuerpo. Ante los demás compañeros reunidos, Juan habló de ese evento: ver el trasero de una mujer es un acto considerado violencia sexual.
Luego de cubrir una historia sobre feminicidio, una experta en violencia de género me habló de Gendes. Interesada en mirar también ese lado de la ecuación, me abrieron las puertas como observadora a tres sesiones, entrevisté a algunos participantes, bajo la condición de no revelar su identidad.
La honestidad es un principio central, quizá por eso mi presencia no los intimidó ni coartó lo que compartieron. Pensé que encontraría casos gravísimos, pero me sorprendió la cotidianeidad de las violencias que se nombraban en las sesiones.
Gendes Género y Desarrollo, A.C. nació hace más de veinte años bajo una premisa: trabajar con hombres que ejercen violencias, no desde el castigo, sino desde la reflexión. Fundada en 2008, esta organización surgió cuando Mauro Vargas, uno de sus impulsores, trajo a México un modelo de intervención que había visto funcionar con migrantes latinos en Estados Unidos.
Desde entonces, ha atendido a cientos de hombres, 285 se contaron en 2024, con un enfoque que nada tiene que ver con lo terapéutico ni judicial, sino más bien lo psicoeducativo, y con perspectiva de género.
Su propósito no es cambiar a los hombres. Pero sí mostrarles que pueden ser de otra manera sin dejar de ser ellos mismos. Que pueden construir una masculinidad sin ejercer control, fuerza o silencio. Que pueden detener la violencia, incluso, o sobre todo, cuando deja marcas invisibles en los otros.
“Lo que busca el programa es reeducar. Enseñarles que hay una forma distinta de vivir la masculinidad, que no es la hegemónica”, dice Hugo Barbosa, responsable de Atención, también atiende en terapia a personas que asisten.
Esa masculinidad hegemónica, explica Ricardo Ayllón (director de la organización y cofundador, con larga experiencia en el análisis de las masculinidades), se basa en el control, el dominio y la superioridad frente a otros, no sólo mujeres, personas diversas o niños, incluso hombres distintos a ellos mismos.
“Lo que trabajamos aquí es desmontar esos mandatos”, dice Ayllón. “Nombrar lo que nos enseñaron que debía ser ‘ser hombre’: no llorar, no pedir ayuda, no ceder. Cuestionarlo, transformarlo y resignificarlo”.
Al llegar a Tuxpan 47, en la colonia Roma de la Ciudad de México, lo primero que llama la atención es la fachada azul intenso de una casa de estilo neocolonial. La entrada parece más la de una casona antigua. El vestíbulo, con un gran ventanal y una chimenea decorada con cantera rosa, enmarca el espacio donde cada semana se reúnen hombres dispuestos a confrontar ideas, como que el hombre no puede ser cuestionado, que puede callar o minimizar al otro. No se castiga al hombre violento, se le invita a reconocerse y a responsabilizarse.
Gendes tampoco promete una “versión nueva” del hombre, ni un punto final al que llegar. La propuesta es más modesta: repensarse cada día, reconocer las violencias, las creencias, e intentar transformarlas una y otra vez, a través del compromiso consigo mismo.
“Es como Alcohólicos Anónimos”, dice Ayllón. “Paso a paso, día a día. No se trata de convertirse en alguien perfecto”.
“No garantizamos la no violencia de nadie por mucho trabajo que tengamos, la vida cotidiana, las tensiones y los conflictos siempre van a estar”, advierte Barbosa. “Es un trabajo para lo que reste la vida”.
Aunque el programa formal dura 24 sesiones, el tiempo para observar cambios es de al menos un año. Desarmar lo aprendido lleva tiempo. El mejor termómetro son las parejas de quienes asisten. De las parejas que refirieron a los asistentes, 55% reportó que han visto algún cambio y 25% ya no continúan juntos.
Los hombres que llegan a Gendes no responden a un perfil único: 75% llegan por voluntad propia y el resto porque su matrimonio está en crisis o porque la pareja puso un ultimátum.
Algunos son enviados por sus universidades o por el sistema judicial. En el mismo círculo pueden sentarse un joven de 22 años, estudiante, y un padre de 50 con su propio negocio. Hay diseñadores, abogados, trabajadores del metro, hombres desempleados y profesionistas con posgrado. Algunos son heterosexuales; otros, no. Algunos no quieren estar ahí. Otros se quedan años.
Cada sesión se divide en dos partes: primero, cada integrante se presenta, revisa sus compromisos de la semana anterior y repasa los conceptos del manual sobre violencia. Luego viene lo más intenso: la exposición de un caso real vivido por alguno de los asistentes. A eso le llaman “el Proceso”. Uno habla, los demás observan. Se trabaja con preguntas, con creencias, con la incomodidad. No se trata de juzgar, sino de entender. Y quizá, de cambiar.
Es la tercera sesión a la que asisto como observadora. Después de unos 20 minutos, Juan, de unos 35 años, ha terminado de narrar su historia: la discusión con su pareja tras mirar el trasero de otra mujer delante de ella. El facilitador agradece. Luego lanza una pregunta al grupo: “¿Quién nos apoya con el pizarrón?”.
Mientras alguien se levanta a escribir, Juan comienza el recorrido por los 15 conceptos del manual de Gendes, desmenuzando la escena que ya relató. Lo hace en voz alta:
-Lugar [dónde ocurrió]: “En la recámara.”
-Percepciones [qué sentía su cuerpo]: “Estaba somnoliento, abrazado a ella. Sentía su aroma, escuchaba su voz. Me sudaban las manos”.
-Pensamiento machista [ideas que justifican la violencia]: “¿Por qué me hace esta pregunta justo antes de dormir?”.
-Código [normas que rigen lo que un hombre ‘debe’ hacer]: “No se me puede cuestionar. No aquí. No en este momento.”
-Estrategia de control [formas de imponer poder o evadir responsabilidad]: “Cuestionarla por la hora en que me pregunta… y quedarme callado.”
Y así sigue con el resto de los conceptos. Al terminar el mapeo, el grupo revisa lo escrito y analiza si Juan omitió algo, si minimizó su violencia, si culpó a su pareja o evitó asumir responsabilidades.
Hay cuatro acuerdos básicos en esta fase: no enjuiciar, no dar consejos, no interpretar y pedir la palabra. El objetivo no es corregir sino ayudarle a ver más claro.
Un compañero levanta la mano.
-¿Puedo?
Juan asiente.
-¿No crees que, al decir que sólo la viste una vez porque se agachó frente a ti, estás minimizando tu violencia?”.
Cuando Juan llegó a Gendes no sabía que esas miradas frente a su pareja podía considerarse un acto de violencia. Tres meses después pudo reconocer ante el grupo que es una de las violencias que ejerce con más frecuencia. La mayoría de los hombres que llegan aquí no se reconocen como violentos.
“Incluso quienes son enviados por una institución prefieren no asumirse como tal y mucho menos como machistas”, explica el director, Ricardo Ayllón. Muchos creen que la violencia sólo es física o sexual, y no se ven a sí mismos como agresores porque nunca han golpeado o forzado a alguien. Pero pronto descubren que también hay violencias verbales, emocionales y cotidianas que causan daño.
El martes que le tocó su sesión, José Carlos, de 25 años, expuso que esa semana, mientras iba en bicicleta, casi fue embestido por un conductor que hablaba por teléfono.
La reacción le salió en automático: lo insultó. No era la primera vez. “He identificado prácticas de violencia que en su momento no consideraba como tales”, dijo. Con apenas tres meses en Gendes, reconoce que ejerce con frecuencia violencia verbal y psicológica, especialmente del tipo “humillar”.
Suele ofender cuando se enoja, lanzar frases hirientes, responder con sarcasmo. Lo había normalizado.
“Por lo general llegan pensando que esto no tiene nada que ver con ellos. Pero una vez que escuchan a otro decir algo que les suena familiar, se dan cuenta de que sí. Que también han hecho eso. O han sentido eso. Y ahí empieza el verdadero trabajo”, dice Barbosa, el responsable de Atención.
Al avanzar en las sesiones, empiezan a reconocer muchas conductas que consideraban “normales”: una mirada, un piropo, el silencio prolongado. “Para nosotros, el piropo es violencia sexual. Para ellos, en su lógica, sólo lo es una violación”, dice Ayllón.
La violencia más común es la psicológica. La más sutil. La que acompaña a todas las demás. Se cuela en la ironía, el desprecio o la indiferencia. Según datos de la organización, 70% o más de los hombres que asisten a Gendes han ejercido este tipo de violencia.
“Criticar su forma de vestir, cuestionar su estado de ánimo, invalidar lo que siente o aplicar la llamada ‘ley del hielo’ son formas de control que hemos aprendido a normalizar”, añade Barbosa. Incluye comentarios que disminuyen a la otra persona, burlas sobre su cuerpo o inteligencia, chantajes. También se manifiesta en la descalificación de emociones: “estás loca”, “seguro estás en tus días”, “no es para tanto”.
En Gendes explican que este tipo de violencia no siempre se nombra, pero sí se siente. Es la que erosiona la autoestima, la que genera ansiedad, la que confunde.
A esa violencia se suman otras más difíciles de detectar: las del día a día, las normalizadas. “machismos cotidianos”, dice Ayllón. Comentarios con doble sentido, gestos de control disfrazados de cuidado, interrupciones en la conversación, explicaciones condescendientes.
“Nos han enseñado a ejercer ese tipo de violencia como si fuera parte de ser hombres pero no lo es”, agrega Ayllón.
Alberto, de 65 años, llegó a Gendes en un momento de crisis. No fue la violencia explícita, sino una angustia súbita, desconcertante. Una mañana de sábado, hace dos años, mientras regresaba de comprar el desayuno, sintió que algo en él se quebraba. “Me dieron ganas de llorar y lloré antes de llegar a casa”, recuerda.
No había un motivo claro: no había discutido, no se sentía enfermo, no pensaba en nada en particular. Solo apareció la certeza de la muerte, el miedo súbito de dejar solos a su esposa e hijos. “Ese afán de protegerlos, de ser el pilar, viene de los códigos patriarcales que me enseñaron: el hombre no se enferma, no se cae, no llora. Y yo sentía que estaba fallando”.
A raíz de esa crisis una psiquiatra lo diagnosticó con ansiedad a causa de una crisis existencial. Luego, por recomendación profesional, comenzó a asistir al grupo. En las sesiones comprendió que mucho de su malestar estaba ligado a su identidad masculina.
Lo que se esperaba de él como hombre, ser fuerte, proveedor, silencioso, infalible, se había convertido en una carga que su cuerpo ya no podía sostener. “Me di cuenta de que era tan frágil como cualquier otro. Que esa idea de que uno tiene que aguantar siempre es insostenible”, reflexiona.
Reconocer esa fragilidad y permitirse sentirla fue uno de sus primeros pasos hacia el cambio. Alberto no llegó con un historial de violencia física, pero admite que fue hiriente con las palabras, autoritario en el hogar y condescendiente en sus consejos.
A veces, incluso sus gestos más afectuosos terminaban siendo invasivos. “Me di cuenta de que abrazar a mi pareja, cuando ella no lo desea, también es violencia. Estaba cruzando sus límites sin saberlo”, relata.
Después de más de 80 sesiones, sigue asistiendo. Considera que el trabajo no termina. “Esto no es una ‘mea culpa’. No basta con decir que estás arrepentido. Hay que hacer algo distinto”. Ha aprendido a aplicar el “tiempo fuera”: salir a caminar antes de decir algo violento. Dejar de pensar que aconsejar siempre es ayudar. Y aunque sabe que aún hay aprendizajes pendientes, también ha escuchado de su pareja, en una conversación difícil, que ha cambiado.
“Todos ejercemos algún tipo de violencia, y tendríamos que estar en un espacio así, trabajando y repensando la forma en cómo nos hemos construido como hombres”, concluye Hugo Barbosa.
Él y todos los hombres que trabajan en aquí asistieron a sesiones semanales para manejar sus violencias antes de guiar a otros.
Con información de Milenio
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